jueves, 31 de diciembre de 2009

Tell me where it hurts

¿Y cómo serían sus días sin él?, ¿qué le depararía el mañana? Si acaso Leonard tuviera un doble sentido perceptivo o una visión de rayos X podría saber qué era aquello que yacía dentro de Orlando y así desligarse de las apariencias, la suposición que crecía en el interior del amante despechado, sin embargo todo había sido su culpa, ¿cómo pedir que no jugaran con él cuando su vida era pleno divertimento?

Deseaban con todo su corazón (si acaso quedaba rastro de él) que Orlando le hablara y dijera en lo que estaba pensando, aquello que realmente era, aquello que realmente quería, ¿era sexo, sólo eso? Intercambio de fluidos, culminación del amor, el intento de coito o como fuera que quisiera llamarle, ¡pero si Edgard no lo quería!, eso bien se lo podía decir, era una decepcionante alucinación en cualquier esquina en plena noche, una puta sin sol, porque las putas no tienen encanto a plena luz del día y los cortesanos brillaban mejor bajo la luz del candil. Edgard era un maestro del engaño con propósitos meramente ornamentales, no deseaba a Orlando, lo había dejado porque no representaba ninguna satisfacción, ya había pasado su “buen rato” haciéndole pasar un “mal rato” a los demás, de eso siempre estuvo consiente Leonard cuando lo conoció en primer semestre y estrecharon sus manos, la elegancia de Edgard, sus movimientos furtivos de hábil depredador, alta elocuencia proveniente de la labia del labio, toda una pieza de destrucción masiva en cuerpo de alabastro, pero con todo eso a Leonard le agradó la compañía de aquel joven afeminado, sexualmente sobrecargado, exponente de sus ideas sin aparente prejuicio y calculador de cada movimiento en su entorno. Se había dicho que quizá aprendería algo de él, no obstante lo único que pudo apreciar era su falta de interés ante la malicia de Edgard, no creó afinidad sino inmunidad, pero no con alto talante y jovial soltura, no era inmune por la tajante realidad que lleva al repudio instantáneo, más bien era un acto de disociación donde la vida de su amigo tan gay y tan burgués le empalagaba, embriagando sus sentidos llevándolo a la aceptación inmediata, así era Edgard, se decía, así suele desenvolverse, y entre tanta farsa creyó poder retarlo en un territorio bien conocido por él: la homosexualidad.

Si con sus veinte años poco había aprendido en el campo de los heterosexuales ¿qué le había hecho pensar que podría contra Edgard en un espacio que no conocía? Como si los confines del corazón se dividieran entre: gay y no gay; normal, anormal; Leonard había creído que las relaciones con los hombres eran similares que con las mujeres, un craso error que la había llevado a estar tremendamente triste día tras día. No se había entregado a Orlando únicamente porque la tabla de equivalencias no era… “equivalente”. Hasta antes de Orlando no había dado su corazón con entereza, la confianza y el cariño que existía en él. Curiosamente su mundo se había convertido en una persona y esa persona fornicaba alegremente con su ex amigo mientras él recitaba en su cabeza los pensamientos más hermosos del momento.
La contraparte era que a Orlando (al parecer) eso no le interesaba, el amor, el cariño, el corazón y las miles de millones de neuronas haciendo sinapsis por la entrega total anímica, intelectual y cuasi corporal eran poca cosa, Orlando quería un falo sin más.

Entonces Leonard seguía preguntándose aquello que realmente buscaba Orlando. Él había mandado al demonio a los demás, a sus preocupaciones tortuosas, se había expuesto, se propuso ¿experimentar?, ¿jugar? No, nadie era un santo, nadie era la persona perfecta que lo entrega todo, porque Leonard antes que nada había hecho una apuesta, después se estaba arriesgando y no precisamente por su pareja sino por él mismo. Regresaba a su cabeza el concepto de madurez, de hacer las cosas por uno mismo y después afrontar las consecuencias, pero ¡cómo dolía!, esto no era la amputación de una mano o un pié, esto no era la decisión de tomar un mal camino o tirarte con cualquier sujeto, no era el atropello literal y descaderase quedándose en silla de ruedas para el resto de la vida, eso que sentía dentro de sí era inefable, como el aire y ¿cómo se amputa al aire? Indivisible e incontable, sólo se siente, es incontrolable, el corazón late no por decisión propia, él hace su trabajo, un músculo que bobea y oxigena la sangre, la única forma de controlarlo era apagándolo, matarse, pero la idea del suicidio le estaba cansando, ya fuera porque era un cobarde, porque no podía, le faltaban agallas o sentía tener aún varias cosas por la cuales vivir, pero la puerta estaba ahí, era una suculenta tentación que en cualquier instante podría suceder.

-Yo jamás creí tener algo que ver con los hombres ¿no?- se decía Leonard en un susurro ahí en una casita de campo donde pasaría el año nuevo con sus familiares, sólo tenía un par de libros, una libreta y mucha tinta, a pesar de todo la navidad había sido fabulosa, pero el fin de año le estaba cayendo de peso - lo mismo se puede decir del suicidio, si creía que me condenaba con una cosa, con la otra es igual de sencillo, se toma, se hace y no hay vuelta atrás.

Recordó las blancas pastillas que se desmoronaban en sus dedos, las había conseguido para un trabajo final, pastillas, todas ellas caducas y por montones; entonces cuando las estaba acomodando para el trabajo vio su vaso con agua, después las pastillas, y al final aquellas píldoras que tenía en las manos, ¿sería realmente sencillo?, ¿sería posible creer que con la muerte se acaba todo? Nadie creería que sus pensamientos siempre giraban en torno a la muerte –Es un cliché, todo mundo lo hace- se decía mientras alejaba la idea de su cabeza, píldoras, ¡qué tontería!, lo único que sacaría sería un lavado estomacal y llamar la atención, eso no era lo que buscaba, si lo hacía, lo haría bien, no más, no menos.
En el verano lo había planeado todo, un procedimiento irrefutable, sencillo y sin premura. Subiría al último piso de la torre universitaria más alta, como estaba en construcción no tendría problema en acceder, diría que iba a tomar un par de fotografías porque le gustaba la vista (y era cierto) convencería a los maestros de la obra con una sonrisa, su usual tono de voz al que casi nadie se le negaba. Lo apreciaba bien, los hombres le verían con un poco de desconfianza, pero bajo el velo del infante interior así como la salpicadura juvenil no pensarían en nada malo, sería ahí el momento justo donde se acercaría al borde con su cámara fotográfica y ya, se tiraría, no vería hacia abajo, no dejaría el instrumento en el piso, no voltearía para ver la cara de los hombres (si es que se daban cuenta) nada de ello importaría y lo sabía, porque cuando estaba tan deprimido nada le importaba más allá de lo que sentía, querer desprenderse del sentimiento, pero no salía, no se podía quitar lo que no se podía tocar.

Recordaba la tentación de tomar las pastillas, no lo creerían de él, por ello no le habían negado el acceso a tanto químico encapsulado. “Leonard no se mataría”, “Leonard siempre se ve bien”, “Leonard es feliz y radiante”. Y ahora Leonard no sabía si acaso había sido amado, no sabía cómo debía sentirse, ni amado, adorado, valorado, que la gente creyera en él. Eso sí, sabía lo que era amar, le había entregado a Orlando su autonomía, se había vuelto adicto a su pareja pero eso no le bastaba –Amar a una persona más que a uno mismo es una forma de suicidio emocional- palpó con interés el libro que estaba en sus manos, no le prestaba la menor atención porque su ex pareja le inundaba el pensamiento –el amor es un suicidio o la madre de todas las dependencias- cerró su libro y pensó que al igual que la protagonista de aquel relato, quizá terminaría muerto en las vías de un tren.

La muerte regresaba a su cabeza, y eso era lo que le dolía: considerarla como la única salida
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