viernes, 17 de julio de 2009

La huída

Repuesto y dispuesto a patera traseros, Leonard aún estaba débil y convaleciente, pues a pesar de que gran parte de su confianza en la vida había regresado, se sentía algo intranquilo. Aún deseaba tirarse por la ventana, ¿Cuándo se había convertido en una persona tan débil?
-Debes venir conmigo- dijo Susana del Zuzu, su amiga que estudiaba medicina y que de hecho hacía servicio (o internado, o residencia, o prácticas, o lo que fuera) hasta en fines de semana –Será interesante, como los viejos tiempos, burlándonos de los ineptos del hospital, intentando ser buenos con los pacientes y experimentar con otros tantos, mira, te consigo una bata y ya, además, tenemos cupo en el departamento para que llegues a dormir.
-Sue, ¿estás segura, qué hay de tu novio?
-Somos amigos desde antes de que él y yo saliéramos, no tiene problema con eso.
-Pues por eso, porque me conoces desde antes que él y no quiero que piense mal.
-No pensará mal si tú no piensas mal.
-Eso es tan sofista.
-Mira que siempre dices eso, así que eso de ser sofista es mero pleonasmo del argumento, porque eres sofista al decirme que soy sofista.
-Bien, bien, vas hacer que me de migraña.
-No sufres de eso… otra vez, ¿verdad?
-No, claro que no- Leonard estaba mintiendo, la verdad es que la migraña le había regresado desde hacía un par de semanas, un poco antes de enfermarse del estómago.

Y ahora estaba ahí, otra vez en la calle, como queriendo tener una vida algo atractiva o que se jactara de ser respetada. Estaba a punto de conocer a un montón de postulados a doctores y deseaba lucir un aspecto digno.

-¿Leo?- dijo una voz femenina justo antes de introducirse al edificio que la había indicado su amiga Susana del Zuzu.
-Sí, sí, soy yo- dijo Leonard cuando apenas se volteaba para saber quién era aquella persona que le hablaba desde la calle.
-No te reconocí- dijo aquella mujer con la cual Leonard había cursado el bachillerato y que era muy comunicativa, demasiado para una vida social aceptable.
-Pues ya ves, cambié…
-Es que te ves tan cansado, demacrado y pálido. Bajaste de peso ¿verdad?
-Un poco- un poco y también se murieron mis neuronas, algunas, también mi intenso amor por la amistad, eso es lo que realmente quería decir Leonard.
-Ah, se nota muchísimo. Pero cuéntame ¿qué haces aquí?
-Vine a ver a Sue.

Una vez adentro, en el supuesto cuarto privado de la doctora Susana del Zuzu, ambos sentados en la cama porque no existían ni sillas o sillones (no es que fuera malo, sólo un poco incómodo) Leo habló con Sue.
-Diana, ¿vives con Diana?, la misma arpía cazadora que recorta a la gente por montones- decía Leonard en tono bajo pero muy concreto.
-Ya déjala en paz, la verdad es que no te ves bien.
-¡Oh!, gran deducción, para eso sólo necesito un espejo.
-Y el espejo del mundo es Diana.
-Para nada, Diana es una retorcida interpretación del mundo.
-No menos torcida que la tuya.
-Corrección, no menos retorcida que la mía.

Con unas horas en aquel lugar Leonard pudo darse cuenta que su amiga vivía en una especie de infierno subarrendado, lo que era peor, pues indicaba que eso era lo que ella había elegido.
Vivía con seis personas en un departamento algo pequeño, Susana parecía ser la madre de “El país de nunca jamás”, donde todos eran niños perdidos que pedían un cuento al momento de irse a la cama… a tener sexo. Susana toleraba todo, los ponía en orden, trabajaba en equipo (o eso intentaba) formaba grupos de estudio y también limpiaba, mandaba, gruñía e intentaba no toparse con los condones usados de sus compañeros, Susana era una santa.
Las habitaciones estaban divididas en cuatro habitaciones, tres grandes (más bien eran cuartos habitables) y una última habitación que se llamaba “el cuartito del amor”.
-Es donde ellos fingen que nadie sabe que tienen sexo- decía Sue mientras terminaba de limpiar la mesa después de la cena. Leonard le hacía compañía, ayudaba más escuchando.
-No sé si es muy sucio o muy maduro.
-¿Maduro?, ¿maduro que tengan sexo como conejos mientras al día siguiente tenemos que inocular gente y evitar que se desangren mientras convulsionan los pacientes, hoy lo viste en el hospital, son muy lentos.
-No puedo juzgarlos, yo no fui de mucha ayuda.
-Hace dos años que no hacías nada clínico, ellos apenas pueden quedarse despiertos durante la guardia.
-Si son tan malos ¿por qué los ayudas? Sue, les haces todo, eres como su madre, deberías dejarlos.
-No los voy a dejar cuando soy yo quién los elevó hasta el primer puesto de asistencia en el área de clínica. Mi grupo es el mejor de toda nuestra generación- Sue tomó aire mientras veía la consecuente mirada de Leo- tienes razón, podría dejarlos, cualquier equipo muere por tenerme y no es que aquí yo sea la líder de todo este asunto, porque también podría llegar a pedir el liderazgo en otro grupo y lo lograría, pero la verdad es que, que…
-Los quieres- dijo Leonard tranquilamente.
-Diablos, sí, los quiero, me caen bien.
-Pero ellos no te quiere a ti. Bueno, su forma de mostrar amor es tan desbordante que eres tú quien tiene que recoger su líquido seminal en bolsas y después limpiar todo.
-Suena a que soy una pervertida.
-No, suena a que eres muy solvente y estoica, mira que te lo digo yo que puedo llegar a ser muy conservador.
-Y un maldito desgraciado. Leo, te conozco, me conoces, nos llevamos bien porque somos muy similares. Sabes tan bien como yo que me gusta tener el control de las cosas, pero quizá ahora las cosas son excesivas.
-Un poco, digo ¿”el cuartito del amor”?, suena a película mexicana en la que podría aparecer Silvia Pinal.
-Claro, una película fichera del cine mexicano- ambos rieron.

Leonard dormía en el sillón de la pequeña salita de estar. Le habían ofrecido “el cuartito del amor” para dormir, pero no quería que los inquilinos se molestaran por crearles abstinencia. Además, con unos tapones en los oídos los gemidos externos eran erradicados y se podía dormir muy bien en terreno neutral, y a la par podía pensar si en verdad dicha huída le serviría de algo.

lunes, 6 de julio de 2009

La nueva enfermedad y el nuevo mito.

Para nadie le es fácil enfermarse, pero para Leonard era un deporte, cada tercer mes y fin de semestre le aquejaba alguna enfermedad, y ahora sin necesidad de ser el tercer mes era fin de semestre. El semestre anterior había tenido dengue (nada hemorrágico) pero le había quitado una semana y media de vitalidad. Antes del dengue tuvo gripa, después del dengue le dio gripa. Poco después se alivió y ahora era una infección estomacal, pero lo que más le perturbaba era su sentimiento made in: Sylvia Plath
-No puedo comer, no puedo dormir, no puedo leer, no puedo escribir- había dicho el personaje principal de la única novela de la Plath, titulada “La campana de cristal”. Hacía unos meses que Leonard había leído el libro, pero era hasta ahora que entendía con todas sus letras las palabras de aquella mujer.
-Pero es que estoy igual- pensaba Leonard aún con náuseas y con los labios partidos. Todos los días como reloj se despertaba, vomitaba jugo gástrico y después se metía en la cama con las esperanza de no saber nada de sí mismo hasta muy entrada la tarde, momento en el que Carlota le decía que era tiempo de comer. Pero Leonard no comía, ya había pasado una semana sin comer mucho más que pollo con verduras, más bien, tres bocados de pollo y una verdura. Nada funcionaba dentro de sí. Por las noches le entraba una insaciable ansiedad que le hacía imaginar cosas e incluso le incitaba a tirarse por la ventana.
-Cuando quieras sacarte todas esas imágenes de la cabeza con un desarmador o un taladro me llamas por favor- le había dicho su hermana, la sacrosanta Carlota, quien soportaba todos sus ataques de histeria.
En efecto Leonard no podía leer. Tomaba su ejemplar de “Días memorables” escrito por el genial Michael Cunningham pero no pasaba de leer dos líneas. –Seguro fue el libro, seguro este maldito libro me puso mal- se decía el enfermo.
Los “Días memorables” era un libro bastante deprimente y Leonard era un depresivo en potencia, así que por ello creía que la novela le estaba sacando la cordura con cada palabra que leía, quizá Leonard tenía demasiada empatía. El libro hablaba a las minorías (y Leonard se sentía parte de las minorías) que explotaban en la calle por alguna locura supuestamente bien fundamentada. La culpa de todo eso la tenía Walt Whitman, poeta estadounidense en el cual se había inspirado el Cunningham para escribir su libro. Whitman decía: “Todos volvemos a la hierba”, Leonard sentía: “Mis entrañas vuelven al drenaje”… estaba cansado de vomitar.

El semestre aún no terminaba y debía entregar un ensayo sobre un libro que ya había leído. El libro era sobre distintas ciudades y Leonard no pasó de escribir: “El autor es rizomático, empalma la ciudades de modo verbal, literal y metafórico, aquí están en la imaginación y después se postran sobre el papel…” después de escribir la palabra p-a-p-e-l, Leonard salió corriendo al baño para sacar el poco pollo que tenía en el estómago.
No creía que fuera a morir, la verdad es que ya había pasado por más enfermedades de las que cualquier chico de su edad pudiera citar, quizá si la lepra siguiera vigente ya le hubiera dado y carecería de una ojera o no tendría alguna ceja, la verdad es que estaba agotándose y temía no tener la fuerza suficiente para terminar el semestre, y fue ahí cuando sucedió.

Leonard se molestó, aún con sus ataques de pánico, el vómito y sus ocasionales ganas de llorar a pulmón abierto, Leonard se molestó, ya estaba lo suficientemente agotado como para soportar otra enfermedad y aparte tener que asistir a las últimas clases donde “todo se definía”, en las cuales había que entregar trabajos finales aún con ganas de volver el estómago frente al profesor. Escribir y leer, releer y anotar, contestar, justificar y sonreír; de repente le pareció una pesadilla extravagante, un maldito sueño difícil de solventar, ¿Qué acaso no estudiaba arte porque… amaba al arte?, ¿Qué no estaba sufriendo demasiado? Bien decía la Biblia con eso de que el amor es sufrido… aunque se deducía que también era benigno. La verdad es que más allá del Evangelio Leonard se estaba quemando la cabeza, no valía la pena tanto sufrimiento.

-Pero hombre, que soy un sufrido- le decía a Edgard por teléfono, la voz de Leonard era débil y estaba a punto de quebrarse, de hecho no podía ni sostener el teléfono, su mano le temblaba, tenía otro ataque de ansiedad. Los doctores (esa bola de victorianos bien pagados) le habían dicho que no podían darle nada para los nervios, que más valía se calmase.
-No lo creo. El problema es que te sometes a demasiada presión, una presión que no existe- Edgard del otro lado sonaba tranquilo y parte de él fingía no reconocer que su amigo estaba a punto de tirarse por la ventana, era cuestión de comprensión. Edgard sentía que a Leonard no le faltaban más preocupaciones como para agregarle el hecho de que tu amigo sabe que estás a punto de cometer suicidio.
-Pues no lo sé, no quiero saber nada de mí.
-Eso será difícil porque vives contigo mismo.
-Es verdad, ya ni quiero verme al espejo, estoy demacrado, mal parido, esbelto, parezco una momia salida de alguna catacumba austriaca pre a la revolución francesa.
-¿Existían catacumbas en Austria?
-¡Sabes a lo que me refiero!
-Sí, sí, ser llamado “Austriaco” antes de la revolución francesa era como ser llamado Nazi en la actualidad.
-Y ahora soy una momia.
-Nick no para de buscarte, quiere saber dónde vives y quiere llevarte flores.
-Dile que las guarde para el día de mi muerte.
-¡Cálmate Sylvia Plath!, creo que te ha hecho daño leer “Lady Lazarus”
-Lo logré otra vez, especie de fantasmal milagro…
-Sí, menudo fantasmal milagro volverte a enfermar. Ya en serio Leonard, la vida no es tan mala, son sólo los parásitos que traes en el estómago lo que te hace pensar que la vida es algo vacía.
-Yo no dije que la vida fuera “algo vacía”, sólo dije que LA VIDA ERA VACÍA. En serio, no encuentro razón para levantarme todos los días, nada más allá de ir a vomitar al baño.
-Es porque estás enfermo, no necesitas tener otra razón de vida más que sobrevivir.
-Me doy asco, quiero morirme.
-Deja de decir bobadas, ¿con quién recortaré gente sino estás tú?
-Con el chico nuevo…
-Es un mito, un mito como lo fue el Nick.
-¿No sabes nada del chico nuevo?
-Sí, que viene de intercambio de otra escuela dentro del país, que sabe inglés, francés, italiano y escribió un poemario en nuestra lengua madre que es el español. A parte de eso vi una foto suya con una playera de Kitty, era una playera rosa, lo que lo hace o un fan muy arraigado de Kitty o una loca cualquiera.
-Lo dices porque parte de ti desea ser el único gay a la redonda que sepa moverse con clase.
-¿Quién dice que “el nuevo” sabe moverse con “clase”?
-¡Sabe francés!, yo lo llevaría a Francia si me sirviera de intérprete.
-Tu problema Leonard es que no tienes escrúpulos, sigues engañando al Nick como si fuera a pasar algo, y tú, yo, Emily, Lady Di y Ana Bolena saben que no va a pasar nada.
-Edgard… te dejo, voy a vomitar.

Leonard colgó.

miércoles, 1 de julio de 2009

El fin del trayecto y el espíritu Woolfiano

La Woolf escribió novelas que se daban en un solo día, ahí estaba “La señora Dalloway” y “Entre actos” en el librero de Leonard, también “Las olas” (obra que no contenía ni un solo diálogo, sólo pensamientos) que englobaba la vida de seis personas según sus experiencias vividas: primero el amanecer, el atardecer, el ocaso, la penumbra.
Leonard se sentía en una novela de la Woolf… bueno, en una imitación bastante mala, donde el personaje pasaba por muchísimas actividades el mismo día antes de llegar a su casa y desplomarse entre las almohadas, y después: “La señora Dalloway pensó que no le hacía falta ni grandeza , ni belleza, sino algo que lo impregnara todo”. –Algo que lo impregne, sumerja y cambie el contexto de la vida misma- pensaba el chico una vez encaminado a esa tonta exposición de desnudos.
Él, porque el artista era un hombre, retrataba a sus amantes desnudas en el lienzo. Era de los filósofos que no estudiaban ni arte ni filosofía, estudiaban psicología, así que desde Freud, Foucault, Fromm, Marx, Hegel, Heidegger e infinidad de hombres ilustres, nada de mujeres, eran sus íntimos amigos de cabecera, de aquellos (como alguna vez había leído Leonard en el texto de un chico algo perturbado) que hablaban de Marx como si fuera su tío, de Hegel como vecino y Freud un compañero de habitación, así era Manu.
Manu, amigo (ex novio) de la amiga de la hermana de Leonard, era un poco egocéntrico y poco comunicativo de la forma “verbal adecuada”, con ello se refiere a que le gustaba ser rimbombante en cada palabra que profería de sus labios, para nada podía ser una hombre banal.
En la entrada de la galería se encontraba Carlota, la hermana de Leonard, quién había estudiado psicología, trabajado con ancianos, niños, jóvenes y no tan jóvenes, era una mujer que mantenía una amplia variedad de pacientes nada pacientes que seguía especializándose en su carrera no por placer, sino por supuesta necesidad.

-Llegas tarde-dijo Carlota no en son de regaño, ni de aprensión, sólo como reafirmación de una verdad innegable.
-Lo sé, lo sé, soy un fraude, ni qué hacerle.
-Nada qué ver. Estoy muriéndome de ganas por ver las pinturas, Manu también es mi amigo.
-Ah, sí, el sobrino de Marx, el vecino de Hegel y el compañero de habitación de Freud.
-Te faltó lo más importante. El hijo de Nietzsche.
-Uf, mejor aún- dijo Leonard con sarcasmo.

Entraron a la galería, la exposición era un mal montaje de obras paridas sin pies ni cabeza, no existía una lectura afortunada, nada más allá de un par de traseros y senos, la cuestión se revelaba abusivamente ofensiva –Un asunto medio misógino- pensó Leonard.
Las primeras pinturas eran copias de algunos cuadros clásicos de fulano de tal y menganito de tal, nadie demasiado famoso como para exponer alguna dificultad al momento de ser copiado, pero claro, los traseros y las medias lunas delineadas por los mismos seguían presentes.

-Es ella- dijo Carlota señalando el cuadro de una chica algo voluptuosa de cara abultada y mirada perdida. La mujer se encontraba postrada en la cama boca abajo, con el trasero al descubierto y el seno derecho muy bien delineado, pero de ahí en fuera su rostro carecía de fuerza.
-¿Es Minerva?, el retrato no le favorece.

Minerva era una de las amigas más íntimas de Carlota. Tenían algo de dicotomía, mientras Carlota era un poco más hogareña y ensimismada en sus labores de lectura, escritura, dibujo y sesiones frente al televisor para ver tanto programas favoritos y películas de amores imposibles; Minerva salía como voluntaria de todo lo que se pudiera ser voluntario, tenía un modesto restaurante que ella y su actual novio (Ernesto) habían levantado desde la nada, aparte de eso cuidaba de sus dos hermanos y ahorraba todo lo posible para así poder salir de casa. A Leonard le recordaba un poco a su amiga Samantha, quién vivía por la zona de Minerva, en aquel lugar las mujeres tenían como cinco hijos, del cual le encargaban al hermano mayor la responsabilidad para que así ellas pudieran seguir con su vida laboral; Samantha tenía tres hermanos menores (considerablemente menores) que ella misma había cuidado durante tardes eternas, al más pequeño prácticamente lo había criado, así que a su escasa edad de veinte años ya había sido un intento poco certero de madre, lo mismo que pasaba con Minerva.

-Sí, no le favorece, se ve rara… ella es más una… guerrera, y aquí parece más…
-Una vaca- Leonard creía estúpido sacar la vaca que yacía en el interior de la diosa de la sabiduría, la guerra… y el tejido, muy importante era el tejido, que no se olvide.
-Pero bueno, creo que a Minerva le gustó.
-¿Por qué salía con Manu? Él es un completo asno misógino y ella la voluntariosa demostración de que la mujer no ha nacido única y exclusivamente para parir hijos.
-Bueno pues, ya no salen juntos.
-Pero lo hicieron, por mucho, mucho tiempo, no sé qué le vio la Manu.
-Pues supongo que le parecía intelectual.
-Un asno muy intelectual… no dejará de ser un asno.

Al lado del retrato de Minerva se encontraba la ficha técnica, y tanto Leonard como su hermana se percataron que el cuadro decía “Colección particular”. Existían otros tantos que tenían precio, algunos más contenían la misma leyenda que anunciaban no estar a la venta, pero era curioso que casi todos los cuadros eran desnudos de mujeres en la cama, en una silla, con mucho busto, con mucho trasero, sin rostro, de espaldas ¿era acaso que el hijo de Nietzsche también creía que las mujeres eran del demonio?

-Te das cuenta, sólo las mujeres más importantes para él son de su colección personal, las que no pues tienen precio- ahora a Leonard no sólo se le hacía oscura y fría la homosexualidad, sino también la heterosexualidad era igualmente perversa.
-Es que en la vida de Manu así son las cosas- le apuntó Carlota.
-¿Paga por tenerlas?
-Algunas, otras no, muchas son aventuras de una noche, chicas fáciles que después el pinta y les pone precio. Otras fueron sus novias, y como Minerva, pues son de colección personal.
-Así que el tipo colecciona mujeres, y las que no, pues las vende.
-Lo pones de un modo muy frío.
-El asunto es frío, apenas me irrité porque quisieron tratarme como a un vibrador a domicilio, ¿cómo no voy a molestarme por esto?
-Bueno, tus conocidos son raros.
-Uy, Manu es el hombre más normal del mundo.
-Nadie es normal y nadie es lo suficientemente raro, tú que sabes.

A Leonard le irritó la idea como pocas ideas llegan a causarle escozor mental; que un intento de artista como lo era Manu, quién no había estudiado ni arte, ni filosofía y que lejos de eso, se tomaba demasiado en serio a Nietzsche como para llamarlo padre, pintara mujeres como bultos de carne. Después de que muchas de ellas, si bien vendidas, otras no, eran hermanas que debían mantener la casa a cuestas de una madre abusiva o un padre ausente. No se imaginaba a Samantha como un bulto de carne, ella que tanto luchó en el bachillerato y pateó traseros por obtener uno de los mejores lugares, y después entrar a su internado de mujeres selectas sólo para regirse por alguna clase de “ley selvática” donde las jovencitas deciden dónde dormir, con quién, a quién le ceden una manta y a quién podían destruir socialmente. Después de criar a su tercer hermano y cuidar a los tres como si fuera su madre, atender el negocio de su madre, aguantar la holgazanería de su padre y los malos tratos de los clientes de su padre (quién vendía fertilizantes para el campo). No era justo que un hombre como Manu viniera a decir que las mujeres no merecían ser retratadas de frente y con una expresión digna.

Leonard se pregunto, como algún día lo había hecho la Woolf, ¿por qué no darle la misma importancia a la mujer que hace pasteles y cuida a los niños como se le da a los hombres que hacen la guerra? Luego sintió nauseas, y ahí en pleno apogeo de la supuesta lucidez, tuvo un ataque de angustia. Él no había hecho mucho con su vida y mucho menos lo haría si se quedaba pensando en que Manu era un misógino. Las piernas le temblaron, le pidió a Carlota regresar a casa.