sábado, 11 de diciembre de 2010

El techo blanco

Una combinación extraña se daba cuando Leonard leía a Virginia Woolf en compañía de la musicalidad de la cantante Dido. Una melancolía particularmente insana, no obstante no existía pretexto alguno, así eran los fines de semestre: particularmente insanos.
Los altibajos educativos se discernían claramente entre: tener una ligera preocupación (al inicio de fin de semestre), una tensión por la planeación (según avanzaba en la recta final), estrés total al momento de entregar las piezas, ensayos, exposiciones y todos los trabajos en cuestión; casi al final Leonard se quedaba con un par de entregas pendientes, entregas que solían ser meramente superfluas y sin interés, por lo cual la tarea se hacía tediosa por no decir obtusa. Cuando todo estaba listo se acercaba al inicio del fin.
Ese día en particular se refería a uno de aquellos sin gran significado o sustancia intelectual. La escuela le llenaba de muchas maneras, y aunque recientemente no estaba satisfecho con la desenvoltura de sus docentes, ya empezaba a extrañar el semestre. Era jueves, la materia de ese día estaba saldada, no tenía razón alguna para asistir a la universidad. Tirado en la cama con su nuevo libro de Virginia Woolf (uno de cuentos que hasta la fecha había ido recopilando de manera particular, pero ahora, al fin había encontrado el ansiado volumen) veía a momentos el blanco techo de su cuarto propio. –Así será en adelante- sentenció no sin un aire masoquista- las mañanas, las noches, en especial las tardes, estaré aquí con un libro en mano, el techo en el mismo lugar, la mirada de forma ecuánime pasará las letras, los renglones, las páginas y al final los libros. Uno y otro, y otro- en cada periodo vacacional leía un aproximado de siete o diez libros, todo dependiendo del grosor e interés del texto. En esta ocasión pretendía dedicarle el tiempo a dos libros de la Woolf (incluyendo el que tenía en ese momento en las manos), alguno a las Brontë (el que se le antojara de cualquiera de las tres… aunque ya había leído todos los de Anne y Emily… lo que le daba a entender que obviamente sería Charlotte la seleccionada, pues no tenía mucho de la última vez que leyó los de las otras hermanas y era muy pronto para releerlos), quizá tomaría a Austen del librero porque ya la había dejado empolvarse prácticamente dos años desde su última fiebre Austeniana; seguro leería el libro de Luis Spota que le prestó su amigo Paris, ese chico inteligentísimo cuyas charlas en los café eran deliciosas. Estimaba mucho a Paris, tanto que cuando estaba con él no tenía ojos u oídos para nadie más, era esa especie de hermano que nunca había tenido. Siguió pensando, se levantó de su cama.
-Podría tomar a Ken Follet, me regalaron sus libros y son muy pesados para estarlos cargando por toda la universidad- revisó su librero, ahí estaban los relatos de Marion Zimmer Bradley. Se le estrujó el corazón. Cada libro tenía su historia, los de Zimmer Bradley se los había recomendado su amiga Virginia… tanto tiempo atrás cuando entraron a la facultad. Ella era inteligente de una forma en que intimidaba a cualquiera, incluido Leonard.
Le intrigaba cada libro con su relato personal, más allá del que contenía, de cómo se había hecho de ellos, la forma en que tuvo que emprender largas caminatas, numerosas visitas a librerías, infinidad de planes, de dinero (por supuesto) y tiempo invertido. Se sintió triste por no vislumbrar nada nuevo dentro de esas vacaciones. No era sólo porque en sí la navidad no le despertara el más mínimo interés, sino que el año anterior se deprimió muchísimo cuando terminó con Orlando meses antes de navidad. Él pensó que al fin tendría pareja para esos días, la publicidad le estaba afectando los sentidos. Desde mucho tiempo atrás los días festivos dedicados a las parejas le eran insignificantes, pero gracias a su primera pareja todo cobró sentido, uno que ahora estaba intentando erradicar.
La verdad es que no podía ni llorar. Estaba seco. Agradecía que sus trabajos finales, en general, fueran fríos y sin emociones. Comparados con el semestre anterior, donde se desnudaba emocionalmente dentro de cada pieza, ahora prefería la frigidez, agradecía haberse acostado con Ludwig desde una zona meramente ocasional, también se contentaba el no regresarle más las llamadas al punketo Sid, dejar ir al Señor D y dejar de lado las relaciones, aunque fuera fácil enunciarlo sin dejar de pensar en ello. Pero dentro de todo pensamiento existía tal racionalización, lo que provocaba en cada sentimiento una tremenda frialdad.
Se volvió a sentar en su cama mientras Dido cantaba “Let's Do the Things We Normally Do”. Siempre se decía que si estaba triste mejor le sería escuchar pop, pero ese día deseaba ser un masoquista. Volteó la mirada al techo blanco. No había igualdad en él, sólo una sincronía de amonestación emocional. Como si le dijera “Deja de mirarme y ponte a vivir”. Cerró su libro. Vivir no era lo mismo que leer. Su libro de Virginia Woolf tenía una inscripción en las primeras páginas. Perteneció, a juzgar por la letra manuscrita, a una mujer llamada Melisa quién compró el libro en el año de 1981… ocho años antes de que naciera Leonard. Le causó gracia el libro tuviera una vida más longeva e interesante que la suya. Abierto y cerrado en sincronía por quién sabe cuántas manos, perteneciente a un sinfín de casas, llevado a muchos lugares (porque lucía desgastado) o también podía ser que fuese un libro de biblioteca personal no tan preciado, leído una sola vez, olvidado en el estante, abandonándolo al inclemente entorno que terminaría por hacer amarillas sus hojas, derruyendo la portada y que al final en una crisis de espacio o económica, la dueña terminó por venderlo pues le era dispensable. También pudieron venderlo a la muerte de la dueña original, probablemente nunca tuvo un dueño original. Estaba subrayando y una de las frases delineadas que más le llamó la atención fue aquella que decía: La vida es lo que se ve en los ojos de la gente; la vida es lo que la gente aprende y, después de haberlo aprendido, jamás, pese a que procure ocultarlo, deja tener conciencia de… ¿qué? Que la vida es así, parece.
-Parece que la vida es así…- suspiró Leonard al decidir que era momento de dar punto final al semestre.

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