lunes, 22 de noviembre de 2010

La vida es hermosa

No podía dormir. Estaba cual Elizabeth Bennet postmoderna con un libro en el regazo y al fondo escuchaba “Comforting Sounds” del grupo musical Mew. Debía escribir un par de ensayos, idear piezas, pensar en qué usaría la próxima vez que viera a Sid, ya había quedado con el chico punketo. Tenía tantas cosas en la cabeza pero nada parecía importarle. Leonard estaba en estado catatónico.
La escritura se le estaba complicando, el arte conceptual también. La verdad era muy distinta a lo que le había dicho a su amiga Samantha; el semestre, aunque monótono al inicio, ahora no le dejaba dormir por la preocupación y a momentos le regresaban las ganas de vomitar. El Señor D se había largado a quién sabe dónde. Lejos, muy lejos estaría follándose a un par de jóvenes extranjeros o nacionales, made in presta-pronto. Todos esos hombres gustosos de sexo anónimo, fácilmente vendibles por una línea de cocaína. Leonard se sentía como un tonto. Había sido traicionado varias veces en toda esa semana. Traicionado primeramente por él mismo, pues confió en personas que no debía; después fue traicionado por el Señor D que se fue sin avisarle. Cuando él lo buscó resultó que ya se había ido de viaje –Aún cuando quedó de esperarme hasta el fin de mes- se recriminó. Le traicionó Ludwig ahora que veía los carteles pegados en la facultad sobre la nueva ponencia acerca de “Diane Arbus”. Resultó que Leonard le ofreció no sólo su ensayo, sino también todas sus imágenes de archivo. De algún modo no eran muchas pero representaban un año de trabajo. Le había facilitado las imágenes para una revista digital y ahora hasta daba ponencias con ellas. De algún modo le traicionó Eliee la última vez que presentó un trabajo final dentro de una clase, ya que utilizó datos personajes de la vida de Leonard para criticarlo… de otro modo, Leonard se sentía un tonto por no estar molesto con nadie más que consigo mismo. Pero ya había aprendido a responsabilizarse de sus acciones así como sus emociones. Su amiga Karen le dijo alguna vez: “Se tiene que ser responsable de las propias emociones. Yo decido a quién amar, decido si me dejo llevar por los sentimientos o las emociones. Decido que las cosas pasen. Por todo eso tengo que responsabilizarme”.
-Responsable por lo que se escribe- pensó sentado en su cama y con las “Cartas de amor de la monja portuguesa” en sus manos –responsable por lo que se dice… por las palabras que se sueltan al aire, que a pesar de no quedar registradas adquieren un poder inimaginable. El lenguaje escrito tiene la ventaja de conservar cierta objetividad inmediata. Las palabras habladas no. El lenguaje oral se subjetivista, se pierde, se reinscribe en la memoria o se olvida momentáneamente. No sé qué es más peligroso- apartó su libro de la monja portuguesa. Iba justo al inicio cuando ella le pregunta a su ex amante mediante una carta “¿Cómo es posible que recuerdos de tan dulces instantes se hayan convertido en tan amargos y que contra toda naturaleza, sirvan solamente para desgarrarme el corazón?” –Seguramente muchos tacharían de intensa a la monja- sonrió al pararse y dirigirse a su computadora para apagarla y así intentar dormir un poco. Unas horas, no pedía mucho. Los ojos le ardían –La crítica ha acogido bien al libro… ¿pero qué sabe la crítica? No sabe nada. Le adoramos tanto como le odiamos. Y la monja ahí pone sus emociones por escrito pues era la única manera de hacerle llegar sus sentimientos, reproches y reclamos al hombre que era objeto de su amor y deseo. La monja no tenía más que escribir o callar, el gritonear con alevosía no le era permitido. ¡Aventar un florero!- tuvo que contener la risa estruendosa. Eran las cuatro de la madrugada y el resto de su familia ya se encontraba durmiendo- Karen también le dijo que esa ya no era la época de Ana Karenina, los trenes ya ni existían. ¡¿Dónde están los trenes justo ahora?!- rió por lo bajo - ¿dónde está el aparente espíritu suicida tan facilón que antes me rodeaba?, ¿por qué ahora que todo me sale mal igual deseo seguir viviendo cuando antes a la menor provocación deseaba tirarme por la ventana?- volvió a la cama para recostarse- ¡ah la vida y el deseo de vivir!
Recordó a Catalina Howard diciendo “La vida es hermosa”, pensó en Catalina Howard deseando estar con su amante y no con el rey, creyó ser Catalina Howard orinándose antes de morir decapitada. Pero Catalina Howard estaba muerta a los dieciocho años yaciendo en la cima del eurocentrismo como quinta reina de Inglaterra. Catalina Howard… torpe Catalina Howard que confió en Cromwell aún cuando fue ese hombre quién abandonó a su prima, Ana Bolena, ante la guillotina; tonta Catalina Howard que creyó Enrique VIII le amaba de verdad; estúpida Catalina Howard que tomó como confesora a Lady Rochford, esa dama que traicionó a su esposo porque era gay; amargada Catalina Howard con menos de veinte años y apenas conoció el amor con Thomas Culpeper, pero eso sí, cuán feliz debió estar al acostarse con tal mozo.
Pensó en Catalina Howard, pero no como reina desleal, sino cual chiquilla, moneda de cambio frente a lo social y lo político, una niña boba que carecía de educación en comparación con su prima la Bolena; esa Howard cuyo tío la puso en el palco para ser decapitada. Pensó y repensó que todos eso reyes y reinas eran gente simple, común y corriente. Siempre los había visto así, sólo que tenían roles mucho más subjetivos, el peso de una nación por aparente decreto divino, toda una concepción llena de expectativas prestas por las mayorías y las minorías dentro de un tiempo donde la sublimación no llegaba a niveles extremos –Claro, claro, pobres de ellos ¿no?, pobre Howard ¿quién le hizo tan puta como para tener una vida licenciosa?- pensó con ironía- si tan siquiera la vida de esas personas fuera realmente hermosa, pero seguramente sólo era vacía…
Pensó, antes de quedarse dormido, que ojalá no fuera siempre juzgado porque le gustaran esas historias de reyes y reinas, cortes y culebrones sociales, historias de gente en el poder, gente que le parecía interesante por inercia pero al analizarlo tenía un discurso racial. En el mundo del arte, al parecer, los gustos, las influencias y todos los pensamientos (aún los personales) debían ser políticamente correctos. Tanto que se asimilaban a una corte de los Tudor. Todos deben decir lo que se quiere escuchar. Lo demás está fuera de lugar y es banal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Lalalea aquí