miércoles, 1 de septiembre de 2010

Wicked Ways

Y se movía. El mundo al fin de cuentas se movía sin él. Eso molestaba en gran manera al joven y carismático de Eliee. Un chico bastante enfático con respecto a sus actos cotidianos que desembocaban en la monotonía. Ahora estaba solo. Cohibido por la partida de sus amigos, rememoró el destino de cada uno de ellos. Primero estaba Leonard, el cual se internó en alguna especie de psiquiátrico durante las vacaciones de verano, para después no presentarse a la primera semana del semestre. Después se encontraba Trish, quien por razones económicas no regresaría a la facultad, además, ahora tenía un nuevo novio llamado Armand, el músico que tanto tiempo obsesionó al mismo Leonard. Por otro lado ni Edgard regresaría, pues dado de baja temporal, se atrevió a prestar sus servicios en una galería de renombre dentro de la capital y para colmo de los mil males ¡fue aceptado!
Se enteró también por los chismes de pasillo que el nuevo amante de Antonio (profesor de actuación, mejor conocido como Tony) era Orlando (ex amante de Leonard) pero que al parecer la relación se tambaleaba por la intromisión de Silvio, un homosexual bastante vulgar que un par de años atrás tuvo un tórrido romance con el profesor.
Eliee conocía bien la vida de todos en la facultad, incluso mucho mejor que Leonard. Tenía entendido que el profesor de actuación y Silvio tuvieron un amante en común, y ese fue Berger, el chico dulce que varios codiciaban pero que al parecer ahora pertenecía a un bailarín de la capital llamado Armando.
Armando era un ente competitivo hasta la médula dentro de su medio, y fue dentro de la “Academia de danza y artes histriónicas" de la capital, donde conoció a Berger. Pero como en todo y con apenas un par de semanas de relación, Berger se quejaba un poco de la obsesión “artística” que yacía en Armando, pues se la pasaba entrenando para obtener una beca. Su competencia era una tal Florence, lesbiana enclosetada dentro de un medio que le demandaba mesura.
Florence parecía estar todo el tiempo bajo la lupa. Una bailaría que pasó de suplente a protagónica en menos de un año, al igual que Armando, su carrera apenas había empezado a despuntar y ambos tenían veinte años, una edad muy avanzada dentro de una actividad que demandaba flexibilidad, jovialidad y precisión. Lo más probable era que sin importar el esfuerzo de ambos, quien ganara la beca no tendría gran oportunidad contra los chicos de quince y dieciséis años, que serían su competencia en el extranjero.
Si Armando no conseguía la beca, podía refugiarse en Berger. Su relación estaba creciendo ágilmente a pesar del fehaciente interés del primero por bailar hasta la muerte. Berger siempre le respaldaba con una sonrisa o un comentario edulcorado… en verdad parecía que el chico no tenía maldad dentro de sí mismo.
No obstante la situación de Florence era distinta. Ella no encontraría un seno sexual después del fracaso. Si llegaba a ser derrotada por Armando o cualquier otro bailarín, el resultado sería el cambio inmediato de carrera, conseguir un trabajo y pensar en relegar la danza a un pasatiempo alejado de cualquier culminación artística. No sería una artista, fracasaría como feminista, no se permitiría el regresar como bailarina de remplazo, ¡eso jamás! Su orgullo era inmenso y por lo mismo terminaría con su novia Jenny; sentiría no estar a su nivel de identidad. Jenny sería esa brillante pianista que toca a Chopin, mientras ella sólo una lunática que zapateó sobre un tapanco frente a un espejo replegado al muro escolar.
La verdad era que pocas cosas debían importarle a Florence. Ella era una excelente bailarina y su profesora (“La rusa”) estaba viendo la forma de que recibiera la beca antes que Armando, el cual tendría una segunda oportunidad el año entrante. En cuanto a Jenny… pues la pianista no le amaba tanto, es más, suspiraba por un tal Richard egresado de la facultad de artes donde estudiaba Eliee. Pero Richard ya pertenece a otra historia.

¿Y Eliee?, ¿qué pasaría con él? Normalmente era el más relumbrante de sus amigos. El semestre anterior, cuando desayunaba con Leonard, Trish y Murat, Eliee contaba la vida de todos ante todos sin menor mesura. Proporcionaba de datos a Leonard que incitaran su imaginación dentro de la escritura (logrando una torcida asimilación con Jenny Shecter, de “The L Word”); lograba indignar a Trish con su constante usurpación social y conseguir algunas opiniones muy certeras de Murat, quién reafirmaba o refutaba el chisme. Pero justo cuando todo se disolvía, ya no le quedaba ni Murat, pues se había graduado el semestre pasado.
Desposeído se guareció en el pequeño estudio que sus padres le brindaron años atrás cuando entró a la facultad. Considerándose a sí mismo como pintor, su obra siempre era criticada. Ácida y destructiva, la crítica de sus compañeros le habían dedicado comentarios tales como: “Tu estudio del color es tan básico como la primera capa que usaría un aprendiz barato de Vermeer, en un intento fallido de copiar su obra”, “El difuminar la forma no consigue ni remotamente una abstracción respetable”, o su favorito por ser tan mundano como insultante: “Lo que para Pollock fue una especie de espagueti, para ti viene a ser la concepción de la mierda… en forma y contenido”.
No podía negarlo, le daba gracia la opinión ajena, pero más que nada le dolía hasta el alma. Verdaderamente su obra, a pesar de los años, no lograba definirse. Por un lado tenía sus intentos de realismo ligeramente sobrecargado con rasgos barrocos, pero tenía un problema evidente con el color: no sabía manipularlo. Quizá le habría ido mejor intentar con la línea fovista. Por otro lado ostentaba a la abstracción, sin embargo le parecía que su obra se remitía meramente a lo retiniano sin generar gran placer superficial… por lo mismo decían que su obra era una mierda.
Eran todos esos ataques lo que le hacía seguir adelante, porque aún con toda la crítica posible, era de los pocos de la facultad que había desarrollando un “estilo”, una mínima conciencia dentro de su trabajo pictórico, un discurso que se crea con el ataque social y se reafirma dentro de la sinapsis neuronal del autor. Efectivamente, estaba a un par de años de la obra maestra, de la gran mierda, la gran cagada que la gente sencillamente amaría u odiaría.
Empezó un boceto de lo que sería su siguiente pintura. Ésta tendría que unir sus dos coqueteos visuales, lograría con ello el reconocimiento de sí mismo, saber que estaba haciendo las cosas bien y no quedarse con un vacío que cada vez le decía: “Terminado… ¿terminado? Jamás estará terminado, pero tengo que ponerle punto final”. El vacío de la insatisfacción.
Quizá por ello hurgaba en la vida de los demás, por lo mismo le encantaban los chismes, le parecían tan efímeros, ligeros, absurdos, sin importancia más allá de la cháchara, prefería veinte chismes antes de ponerse a discutir sobre sus dudas del amarillo sobre el lienzo, “¿Quedaría mejor un café? Pero no cualquier clase de café”, seguro le diría a Leonard, a lo que éste contestaría, “No lo sé, tendría que ver el cuadro”, ahí caería en pánico, la dureza del asunto. Mostrar el cuadro sin acabar, con tantas decisiones por tomar y viene un ojo ajeno en plena etapa de gestión a decirle “Sí, no, quizá, podría ser, funcionaría así, funcionaría asá”, dudas, ¡más dudas!
Tomó asiento, no podía con un simple bosquejo. La verdad es que no había logrado culminar ni un solo cuadro en todas las vacaciones a pesar de salir poco y enterarse de mucho.
Su mirada rodeó el estudio en búsqueda del consuelo pero sólo encontró la soledad. Un tonto pintor chismoso, a quien sus padres le dieron un estudio para mantenerlo aislado. Efectivamente era una pesadilla para sus padres, quienes eran muy conservadores y católicos. La homosexualidad de su hijo fue aceptaba bajo la disociación de ambos. El estudio era el lugar donde pintaba y se cogía a sus amantes ocasionales, muchos de ellos eran sus “modelos”, aunque él jamás había pintado la figura humana más allá de un breve ejercicio. Ese estudio era su cuarto propio, la estabilidad monótona de su homosexualidad. Tenía entrada alterna a la casa, así que los chicos bien podían entrar y salir sin que sus padres lo notaran, ponía música a todo volumen y a darle…
Pero eso ya no le satisfacía. En algún momento de su creciente pubertad intentó mantener sus malas maneras al margen, pero no pudo, no pudo dejar de ver a su madre como una apegada a las imágenes del Papa; a su padre como un viejo pscicotizante que veía en Dios un ser dador de guerra y paz. Sus padres, un par de adultos mayores (pues le tuvieron ya algo pasado el tiempo) aferrados a encerrar a toda clase de vírgenes tras el cerrojo de la mojigatería, mientras él encerrado tras el cerrojo de su estudio con una homosexualidad negada. Lo más inteligente era seguir de esa manera, terminar la carrera (le faltaba un año), pintar como desquiciado, esperar otra beca, tener más sexo con más hombres (aunque en aquella ciudad de provincia los jóvenes ya se le estaban agotando), coquetear con varios estilos visuales, ser un mantenido del conservadurismo paternal.
-Pero algo faltaba- Eliee seguía sentado frente al bastidor, al lado de su escritorio. Nada. Resumió que sin la compañía de la gente que conocía, el ruedo no valía mucho la pena. Todas esas personas que a inicio de semestre se cambiaban de casa, de ciudad, rentaban con amigos trabajaban por su cuenta, la identidad, la definición… la existencia. El paso a la madurez. Estuvo a dos segundos de ponerse en pie, tomar todo su dinero ahorrado, hacer las maletas y lanzarse a la aventura, pero eso pertenecía tanto a la modernidad y él era un chico postmoderno, así que telefoneó a Leonard.

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